jueves, 11 de noviembre de 2010

UN HOMBRE LLAMADO MIGUEL HERNANDEZ



No es fácil hablar de Miguel Henríquez como poeta, o al menos como se habla de otros poetas. Murió joven y en circunstancias lamentables: dejó su leyenda como legado y es difícil desprenderse de ella. Sus años y su tiempo envuelven cada obra, todo se lee con excesiva atención, adivinando premoniciones y penas. En ningún momento tuvo la paz y la oportunidad de llevar a cabo su proyecto artístico, no tuvo tiempo_ como sí tuvo Lorca, la víctima más simbólica y sentida de la Guerra Civil_ de vivir en una época que todavía le permitiera el lujo calmado que a veces es el arte. Sus versos vienen del dolor y muy seguido nos llevan a ese dolor, nos hunden en él, con armas que muchos consideran excesivamente dramáticas. Siempre pasa. Hablar del amor, de la muerte, parece que ahoga, al poeta y a quien lo oye, es demasiado. Los versos de Hernández tienen, es verdad, un gusto a tremendo, tal vez es mejor leerlos con en la mente los tiempos y la vida que los produjo: con eso debería bastar. Para quien quiera estudiar su obra desde un punto de vista más estricto y literario, quedémonos con las palabras de Gerald E. Brown: “Quince años después de La Deshumanización del Arte de Ortega, el círculo ha vuelto a cerrarse. En la poesía de Hernández, el “interés humano” que Ortega había declarado incompatible con el valor estético, y cuya desaparición había profetizado, vuelve a ser el centro del arte poética.” (189)
Terminemos con la voz:


No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?
A lo lejos tú, más sola
que la muerte, la una y yo.
A lo lejos tú, sintiendo
en tus brazos donde late
la libertad de los dos
Libre soy, siénteme libre
sólo por amor.

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