jueves, 18 de febrero de 2010

Inseguridad: ¿Matamos a todos los pobres?


Acribillar a los indigentes. Prender fuego a los presos. Meter bala a los sospechosos: jóvenes, negros de mierda, mendigantes, adultos mayores, hembras prolíficas como conejos, niños marrones como ratas de cloacas. Mendocinos: los derechos humanos son los derechos humanos para los delincuentes. Hagamos de Mendoza un lugar donde poder vivir sin miedo. Ahora, ¿cómo lo hacemos?
por Ulises Naranjo

Cuentan los memoriosos que sucedió de esta manera: “Marcaremos un antes y un después. A como dé lugar, hay que transmitir seguridad a la población, terminando definitivamente con la delincuencia en Mendoza. Tenemos que recuperar la libertad que hemos perdido y perder para siempre el miedo que nos domina. “Nosotros, los ciudadanos honestos, debemos tomar el toro por las astas y la mejor manera es atacar el flagelo en su misma línea de flotación, de modo que ninguno de nosotros vuelva a sentirse inseguro.
“Ahora resulta que nosotros, los honestos, vivimos presos y ellos, los delincuentes, se pasean en libertad y gozan de los derechos humanos, porque los derechos humanos, señores, en Mendoza, los derechos humanos son para los delincuentes, no para los ciudadanos probos. “Acá lo que hay que hacer es meter bala en las calles y prender fuego a todos los presos. Así se van a acabar todos los delincuentes”. Así se hizo. Un buen día, las autoridades condenaron a la hoguera a todos los presos y balearon a cuanto sospechoso de delito encontraron. Con la morgue llena de sospechosos y los juzgados penales sin tarea, durante un par de días, hubo una calma inusitada. Cierto es que la comunidad no sabía qué hacer con el silencio y, aunque se optó por la televisión a todo volumen, el miedo no menguó. No obstante, la historia humana muestra que toda paz es un espacio intermedio entre dos guerras. Y así fue: al tercer día, aparecieron más sospechosos llegados desde los barrios hostiles. Venían con una furia multiplicada por su sed de venganza. Había que verlos: harapientos, desenfadados, malhablados, menesterosos, marrones, sucios, desheredados. Parecían brotar de debajo de las piedras. Y ya no importaba cuántas balas habrían de caer sobre ellos, porque la muerte, estaba claro, no iba a acabar con ellos, los sospechosos de siempre. Fue recién entonces cuando los probos y los honestos comprendieron que el enemigo, en verdad, no eran los delincuentes, sino los pobres, porque la pobreza era el verdadero caldo de cultivo de los vándalos. Para vivir en paz, había que acabar con los pobres.
Entonces, recargaron sus armas y decidieron ir por los pobres. “Hay que acabar con los adultos mayores también, castrar químicamente a los machos adultos más dóciles y esterilizar a las hembras; al resto, a la hoguera”, fue la conclusión. Los probos, tan acostumbrados a ver el mundo con el color de sus lentes, descuidaron un detalle: los pobres eran muchos más de lo que ellos creyeron y sus aceros no dieron abasto. Quisieron acabar con la inseguridad, dejar de vivir con miedo y, a la sazón, de esta manera iniciaron la guerra.

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