domingo, 21 de febrero de 2010

UNA DE FANTASMAS


Los libros y la escritura fueron sus pasiones. En su última pieza literaria, su testamento, madlijo a su descendencia si no cumplía con publicar su obra inédita. Para recordarles el "texto" durante años se manifestó como humo, hizo volar libros y mantuvo a la biblioteca misteriosamente libre de polvo.
por Ariel Gotham


Había abordado un tren en las proximidades de su pueblo dejando atrás a una madre viuda, dos hermanos menores y una novia en medio de una confusa escena en la que no faltaron las lágrimas, los buenos augurios ni las promesas de fidelidad.
Joan partió en 1898 hacia “la América” en busca de un trabajo que le permitiera socorrer a su familia que apenas sobrevivía al hambre. Su destino era Argentina y su vehículo, un traqueteado barco de vapor.
No tenía mucho. Apenas dos maletas: una con ropa y otra con libros. Cada uno de éstos ostentaba una inscripción: Joan Font. Primera biblioteca.
En Buenos Aires trabajó como ayudante de cocina, pero su mundo secreto estaba en los giros de dinero que le enviaba a su madre, en las cartas que le escribía a su novia y en los libros que compraba regatéandole al estómago más de una comida.
Diez años después volvió a su pueblo con cuatro maletas: una con prendas de vestir; las otras tres, con libros. Encontró a su madre más cansada y a sus hermanos crecidos. Su novia se había casado y criaba cinco niños.
Esto fue insoportable para él. A poco de su regreso y casi sin despedida, tomó sus maletas, el tren, el barco, otro tren y antes de darse cuenta estaba en Rosario con dos mudas de ropa y un puñado de libros.
Allí se concentró en el trabajo, se casó, prosperó y tuvo tres hijos. Siguió comprando libros y leyendo. Sus nuevos tesoros llevaban la nota: Joan Font. Segunda biblioteca.


El poder de la palabra
Entre cacerolas y recetas de oeurs d´ouvre descubrió su afán por la escritura. Para nadie era ya un secreto su pasión por la literatura, por las aventuras de Salgari y Dumas y las ediciones baratas de editorial Tor.
Comenzó a escribir cuentos. Se afanaba sobre los originales arrancados a una Olivetti de dos tintas: roja y azul, ante la mirada incrédula de su esposa, la abuela Marta, analfabeta hasta el día de su muerte.
Mientras crecían sus hijos y sus fantasías, su talento como cocinero era solicitado por los grandes restaurantes de Argentina. Así llegó a Mendoza contratado por los hoteles Villavicencio y Potrerillos, que en la década del ´40 estaban en su esplendor.
Puntualmente, le enviaba dinero a su madre, mientras escribía sus textos, compraba libros (que en la sección cuyana rezaban: Joan Font. Tercera biblioteca) y asistía, en un admirable ejercicio ambidiestro, a las reuniones de la SADE local y del sindicato gastronómico, del que llegó a ser secretario general.
Sin embargo, él era escritor. Y no uno cualquiera. Cuando su primer libro de cuentos mereció alguna discreta reseña en el diario Los Andes, ya no se detuvo. Ningún género literario le era ajeno. Como si estuviera diseñando un menú, hizo de la novela su “cocina de autor”, del ensayo su plato fuerte y de la poesía su postre inolvidable.
La imprenta de Gildo D´Accurzio no tenía secretos para él y sus interlocutores y amigos fueron Benito Marianetti, con el que profesaba una hermandad política; Américo Calí, con el que chanceaba sobre la palabra “capitán”; a Ricardo Tudela y a Jorge Enrique Ramponi le había arrancado sendos autógrafos.
A su muerte, la mayoría de sus trabajos quedaron inéditos. Joan no tuvo mejor idea que ejercer su amor por las palabras en un último texto que no por su carácter legal resulta menos literario: en su testamento maldijo a toda su descendencia. Todos sus herederos serían malditos –hijos, nietos, bisnietos y tataranietos- si no publicaban sus libros privando a la humanidad de su preciosa obra.
Con su magra herencia, los hijos se ocuparon de pagar juicios por usura, reservar una pequeña suma para su madre Marta y saldar holgadas cuentas con Simoncini y Gómez, la entonces famosa librería mendocina,
La primera, segunda y tercera bibliotecas fueron saqueadas. Pero más allá del daño de “arruinar” una colección por el hurto de un solo título menor, el grueso del lento trabajo acopiador de Joan quedó a salvo.

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